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¿Son defectuosos nuestros modelos estratégicos?

La fe en la guerra: Las raíces estadounidenses de conflicto global

Gregory A. Daddis

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fire fight

La guerra se ha convertido en una forma de religión secular para muchos estadounidenses en la era moderna. Gran parte de nuestro uso del poder militar en los últimos 50 años ha descansado en un conjunto de creencias absolutas sobre la utilidad general de la guerra. En el proceso, tanto los legisladores como los ciudadanos sostienen una fe duradera de que Estados Unidos, a través de sus fuerzas militares, tiene el poder para transformar a sociedades en el extranjero.

El fundamentalismo religioso. En los últimos quince años, como mínimo, innumerables estadounidenses han dependido de esta sola frase para ayudarles a interpretar la violencia en todo el mundo y, sin lugar a dudas, en el Medio Oriente. Con frecuencia, las palabras «religioso» e «islámico» fácilmente llegan a ser aforismos cortos y convenientes que explican lo que impulsa el conflicto contemporáneo. Muchas personas en el Occidente tienden a considerar el fundamentalismo islámico como un punto de vista medieval, y hasta primitivo; y a sus seguidores como personas atrasadas social y culturalmente que dan la espalda al mundo moderno. En el proceso, se desvanecen las líneas entre los grupos de identidad. Ya sea si son del Talibán, al-Qaeda o el Estado Islámico, los fanáticos religiosos —militantes que no solo han abandonado la modernidad sino también los valores occidentales y el mundo civilizado— son «salvajes» que matan a apóstatas, musulmanes o cristianos por igual, para purificar el mundo1.

Si los fundamentalistas islámicos selectivamente interpretan el texto sagrado del Corán para justificar la violencia, ¿es posible que los estadounidenses sean igualmente discriminatorios cuando defienden sus propias obligaciones, aparentemente morales, para hacer la guerra?2 En realidad, la mayoría del despliegue de poder militar de Estados Unidos en los últimos 50 años, hasta los principios del siglo XX, descansaba en un conjunto de creencias absolutas, convicciones que equivalen a un tipo de fundamentalismo secular. Tanto los legisladores como los ciudadanos sostienen una fe duradera de que Estados Unidos, a través de sus fuerzas militares, tiene el poder de transformar a sociedades en el extranjero.

Aunque menos religiosa en su llamamiento a las armas que es el extremismo militante islámico, la devoción a la reformación del orden mundial en la imagen estadounidense aún tiene fuertes fundamentos teológicos. El senador Albert J. Beveridge ilustrativamente declaró que Dios había «designado al pueblo estadounidense como Su nación escogida para liderar finalmente la regeneración del mundo» a fines del siglo XIX3. Más de un siglo después, Chris S. Kyle, el Francotirador estadounidense, desplegado en el Medio Oriente para luchar contra «fanáticos» que «nos odian porque no somos musulmanes». Según un relato, Kyle, como muchos soldados, era «profundamente religioso y veía la Guerra en Irak a través de este prisma»4.

Tales declaraciones sugieren que muchos estadounidenses piensan que la guerra no es un mal necesario; simplemente es necesario. Esta obligación de hacer la guerra tiene base en la convicción de que casi todas las intervenciones estadounidenses en el extranjero son justificables tanto política como moralmente. Incluso cuando se presentan inquietudes en cuanto a la legitimidad, tal como la invasión de Irak en 2003, la confianza de los estadounidenses en las capacidades transformadoras del poder militar de EUA es apenas impactada. Es por eso que a fines de 2015, los senadores John McCain y Lindsey Graham pudieron sostener que la estrategia militar adecuada no solo le permitiría a Estados Unidos destruir rápidamente al Estado Islámico, esto lo iban a conseguir mientras «establecían las condiciones para prevenir que tales amenazas, u otras parecidas, surgieran nuevamente»5. Estas aspiraciones contaban con poca evidencia de que Estados Unidos podía lograr estas metas tan ambiciosas en una región tan resistente a la influencia estadounidense.

Además, una confianza dogmática en lo que la guerra puede producir limita el debate serio sobre la utilidad de fuerza para lograr los objetivos de política exterior. Desde las invasiones estadounidenses de Afganistán e Irak, la mayoría de las deliberaciones de política se centraron en los mecanismos de estrategia militar—el número de tropas, las fuerzas que se quedarán (stay behind forces) y la ampliación de combate más allá de las fronteras de países específicas. Lo que queda sin analizar es la suposición, tal vez errada, de que la guerra, de hecho, avanza las metas políticas de EUA. Por lo tanto, Andrew J. Bacevich observa que aun en una era de «conflicto persistente», pocos oficiales de mayor jerarquía, aun aquellos en el Pentágono, pueden explicar por qué la guerra ha llegado a ser «inescapable»6. Con poca reflexión, la guerra se ha convertido en un reflejo, y hasta una característica permanente, de la conducta estadounidense en el extranjero.

Labor fiel

Los fundamentos ideológicos de esta fe marcial tienen una larga historia en Estados Unidos. Desde la era de la Primera Guerra Mundial, como mínimo, los estadounidenses han visto la guerra como una lucha necesaria en la que lo democrático es bueno y lo totalitario es malo. Sin lugar a dudas, la retórica de Woodrow Wilson correspondió a sus principios religiosos cuando le pidió al Congreso por una declaración de guerra contra Alemania y sus aliados en abril de 1917. Si bien Wilson lamentó tener que liderar a «una gran nación pacífica a la guerra», el Presidente, sin embargo, sentía la obligación de «luchar por las cosas que siempre hemos llevado más ardientemente en nuestros corazones—por la democracia» y por los derechos compartidos «por un gran coro de pueblos libres que traerá paz y seguridad a todas las naciones y, al final, hará libre al mundo»7.

The American War Dog

La postulación de Wilson sobre la democracia estadounidense como el punto culminante de desarrollo político moderno podía ser compartida aun por los ciudadanos que no mostraron entusiasmo con el rol estadounidense en la creación de un orden mundial liberal. En comparación con el bolchevismo ruso o el militarismo alemán, el liberalismo estadounidense, según Wilson, era «la única cosa que puede salvar a la civilización del caos»8.

Este sentido de excepcionalismo, apenas una fe cínica, pasó de lo abstracto a lo concreto después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Los estadounidenses creyeron que habían luchado por la libertad y ganaron, en parte, porque estaban en el lado correcto de la historia. La conciencia de las atrocidades japonesas en China y las políticas genocidas alemanas en Europa reforzó este sentido de moralismo estadounidense. Por lo tanto, el historiador Stephen E. Ambrose podía mirar hacia atrás con admiración y sostener que los estadounidenses ganaron debido a la «superioridad moral» y a un sistema nacional abierto. Ambrose proclamó que la «democracia resultó ser más capaz de producir hombres jóvenes que podían ser transformados en excelentes soldados que lo que podía ser Alemania»9.

La consideración de Ambrose de soldados-ciudadanos democráticos que entablan una guerra global exitosa contra el totalitarismo pudo haber reforzado las ideas congeniales de la «mejor generación», pero la Segunda Guerra Mundial siguió siendo sumamente atípica. De hecho, la mayoría de las intervenciones de EUA en el siglo XX eran acciones ejecutivas no declaradas. En Haití, Nicaragua, las Filipinas y Corea, los estadounidenses hacían la guerra y seguían luchando por décadas con poco debate o supervisión del Congreso de EUA. En el proceso, los soldados, marineros e integrantes del Cuerpo de Infantería de Marina de EUA se encontraron más frecuentemente sirviendo en todas partes del mundo en funciones policíacas para estabilizar puntos conflictivos y facilitar la influencia y acceso estadounidense duradero en el extranjero. Según los líderes de política, esta participación no era una forma de imperialismo estadounidense, sino una «Pax americana» en la que una nación fuerte y justa cumplía su obligación moral para estabilizar y asegurar el sistema internacional.

Marines at Saddam's palace

Si bien esta confianza en el poder estadounidense tiene raíces profundas, sería equivocado presumir que todos los formuladores de política y ciudadanos aceptan una metodología basada en la fe para hacer la guerra. El paradigma de una «forma de guerra» nacional es problemático dados los factores en evolución constante que influyen en tanto las causas como la conducción de la guerra. Pero, las restricciones culturales frecuentemente definen cómo pensamos en el conflicto. Como Patrick Porter convincentemente asevera, por mucho tiempo, el excepcionalismo Occidental ha considerado las culturas no Occidentales como «natural e irracionalmente violentas». Por lo tanto, surgió la idea de que «el enemigo está singularmente obsesionado con la fuerza y la debilidad, impresionado solo por el trato brusco y brutal»10.

En el proceso, los estadounidenses fácilmente veían todo llamamiento a las armas como una cruzada por la supervivencia e identidad nacional. En el discurso sobre el estado de la Unión después de los ataques de 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush expresó su esperanza de que «todas las naciones escuchen nuestro llamamiento y eliminen los parásitos terroristas que amenazan a sus países y al nuestro». Sus comentarios eran completamente wilsonianos en tono y lenguaje. «La historia ha hecho un llamado a la acción por parte de nosotros y nuestros aliados», exclamó Bush, «y es tanto nuestra responsabilidad como privilegio luchar por la libertad»11. Durante todo el verano, el Presidente proclamó que nuestra «nación es la mejor fuerza para hacer el bien de la historia»12.

Una década de guerra en Afganistán e Irak —sin mencionar los ataques de EUA con vehículos aéreos no tripulados en todo el Medio Oriente— hizo poco para desafiar estas presunciones basadas en la fe. A fines de 2015, el secretario de Defensa, Ashton Carter, insistió que Estados Unidos «vencerá» al Estado Islámico porque «somos... los nobles y ellos son los malos. Y somos la multitud y ellos son los pocos. Y fundamentalmente, somos los fuertes»13. ¿Podría ser que la fortaleza estadounidense verdaderamente emana de nuestra nobleza y benevolencia? Parece dudable que el Estado Islámico considere a Estados Unidos como una fuerza que hace el bien a nivel mundial. De hecho, desde otro punto de vista, la retórica de cruzada estadounidense que se usó durante la Guerra Global contra el Terrorismo podría ser interpretada como su propia forma de yihad14.

El deber de conservar, y hasta extender, la influencia estadounidense en el extranjero ha tenido su precio. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los soldados de EUA han servido en lo que cada vez más se parece a una fuerza expedicionaria, similar a aquellas del Imperio británico en los fines del siglo XIX. De hecho, poco después del 11-S, el intervencionista Max Boot abogó por un rol más imperial. Para Boot, el problema «no había sido una asertividad estadounidense excesiva, sino una asertividad insuficiente». En fin, Estados Unidos no actuaba «cómo un gran poder debería actuar»15. Sin embargo, estos razonamientos descartan los historiales que sugieren que gran parte de la era de la Guerra fría podría ser encuadrada por la lucha anticolonial en el Tercer Mundo. Los defensores de un imperio estadounidense no reconocieron, como hizo recientemente Douglas Porch, que a lo largo de gran parte de los últimos dos siglos «los soldados en las fronteras coloniales usaban tácticas brutales que cada vez más iban en contra de las restricciones legales»16.

Esta falta de claridad entre las líneas del uso legítimo de la fuerza y el uso extralegal tiene sus raíces, en parte, en cómo nuestra fe moldea las interpretaciones del enemigo. Un espíritu cruzado impulsa a los estadounidenses a creer que sus enemigos, sin importar cómo son definidos, tienen anhelos y la capacidad de lograr la dominación mundial. En pocas palabras, todas las amenazas son existenciales. Después de los ataques en París en 2015, Thomas Donnelly alegó en la revista Weekly Standard que «Europa, en particular, enfrenta lo que muy bien podría ser una amenaza existencial; un modo de vida parece tener un futuro incierto». ¿La razón por el «colapso» de Europa? Porque, sostuvo Donnelly, «Estados Unidos se ha distanciado de jugar su rol como protector del Occidente». Los estadounidenses habían perdido su voluntad y, por lo tanto, su rumbo. No es así para el Estado Islámico. Según Donnelly, «Esta es una competencia entre los fieles —ellos— y los cada vez más infieles—nosotros»17.

Bush Blair

Donnelly lamentaba que la pérdida de fe en una guerra contra el mal no era nada nuevo. Por ejemplo, durante la Guerra Fría, casi todos los políticos podían atacar verbalmente a sus oponentes por no perseguir la guerra contra el comunismo con más vigor. La supuesta «pérdida de China» por el presidente Truman conllevó peso político para el partido republicano, porque pocos estadounidenses quisieron considerar la posibilidad de que la influencia de EUA importó poco en la guerra civil china entre los comunistas de Mao Zedong y el Gobierno dirigido por el partido Kuomintang. En un giro irónico, las palabras del senador Joseph McCarthy, del estado de Wisconsin, pontificaron a sus compatriotas norteamericanos a que no solo deben fortalecer y mantener naciones libres en el extranjero, sino también defender la nación propia. Por lo tanto, H. W. Brands podía apodar irónicamente el auge de Estados Unidos de la era McCarthy como el «estado de inseguridad nacional»18.

Talentos invertidos

Estas presunciones contemporáneas y de la Guerra Fría en cuanto al enemigo reforzaron la fe en la guerra de los estadounidenses, tanto interna como externamente. Sin embargo, también ha sido reforzada nuestra fe en la tecnología para derrotar el mal en todas partes del mundo. Las armas avanzadas prometieron victorias de bajo costo (por lo menos en términos de vidas estadounidenses) y sirvieron como símbolos valiosos «de prestigio, de proeza tecnológica [y] de poder e identidad nacional». Sin embargo, durante el transcurso del siglo XX, los movimientos de resistencia popular resultaron ser frustrantemente resistentes a los armamentos militares avanzados. Como señala Tami Davis Biddle, aun la «influencia política general que se logró a través de la posesión de un gran arsenal nuclear es difícil de medir»19. Aun así, los formuladores de política de EUA pensaron durante gran parte de la Guerra Fría que la superioridad tecnológica mejoró el prestigio nacional y, por ende, confirmó el poder (y rectitud) de un sistema democrático liberal sobre el comunismo.

La tecnología también facilitó las incursiones estadounidenses en mercados poscoloniales, una aparente necesidad en el juego de «suma cero» contra el comunismo. Para la cultura consumista de los años 50, las intervenciones en el extranjero no solo sirvieron para demostrar la determinación contra la amenaza comunista invasora, sino que también garantizaron el acceso económico global haciéndose responsable de la prosperidad estadounidense en el territorio nacional. Los líderes estadounidenses aún empleaban la retórica wilsoniana cuando describieron sus metas de guerra: democracia y libertad siguieron en el corazón de los llamados a la guerra basados en la fe. Además, la economía de mercado cada vez mayor dependía de la expansión del poder de EUA en el extranjero y hacer la guerra basada en la fe llenó el vacío entre las políticas internas y exteriores20.

El sostenimiento del crecimiento económico interno significaba establecer un sistema internacional estable que permitiera el acceso estadounidense. Para lograr mejor esta visión, los formuladores de política en la era de Kennedy pusieron su fe en la teoría de modernización. Según los defensores tal como Walt Whitman Rostow, Estados Unidos guiaría las naciones en vías de desarrollo a lo largo de un camino lineal al capitalismo liberal. Como Rostow explicó, el mentorazgo de EUA llevaría a «una nueva relación poscolonial», que formaría «una nueva asociación entre hombres libres—tanto ricos como pobres». Sin duda alguna, estas ambiciones yacieron en la presunción tenue de que todos los «hombres libres» aceptaban la definición estadounidense de modernidad. Rostow y sus seguidores prestaron poca atención a los líderes políticos extranjeros, especialmente a aquellos en el Tercer Mundo, que consideraban que demasiada modernización, no poca, era la fuente de sus dificultades. Los modernizadores alegaron que las sociedades «tradicionales» solamente necesitaron superar la «ciencia prenewtoniana» y el «fatalismo a largo plazo»21.

Si los teóricos de la modernización erraron en la reducción de las complejidades de historias y costumbres locales, también lo hicieron sus sucesores en la promoción del desarrollo nacional en el extranjero. Tanto los neoconservadores como los intervencionistas liberales forjaron el desarrollo nacional de acuerdo con sus propias necesidades para contrarrestar el terrorismo, difundir la democracia y reconstruir las economías en países destrozados por la guerra. Subyacente de todas estas metas era la fe de que los estadounidenses podían crear democracias duraderas en el extranjero. Aun en las secuelas de la invasión de Irak (2003) y el rendimiento impredecible de los esfuerzos de desarrollo nacional de EUA, los críticos del gobierno de Bush dirigieron sus acusaciones contra los procesos en lugar de los objetivos. Por lo tanto, un análisis del esfuerzo de reconstrucción iraquí concluyó que el «desarrollo nacional exitoso requiere la unidad de esfuerzo a través de múltiples instituciones» y el establecimiento de un «plan político-militar completamente integrado»22. Sin embargo, no se llegó a una conclusión sobre si estas acciones burocráticas inspirarían la transformación de un Estado posconflicto o en vías de fracaso a una democracia duradera.

Una presunción crucial atada dentro de las promesas de tanto la teoría de modernización como las garantías de los desarrolladores de nación es que la población extranjera siempre considerará a los estadounidenses como libertadores, nunca como invasores u ocupantes. Como observan Fred Anderson y Andrew Cayton, la «necesidad de proteger la libertad estadounidense por medio del empleo directo de poder siempre ha coexistido incómodamente con la fe estadounidense que otros pueblos, si se les ofrece la oportunidad, voluntariamente adoptarán sistemas y valores políticos en consonancia con los de Estados Unidos»23. Aunque los estudios de casos históricos desde las Filipinas e Indochina hasta Somalia y Afganistán sugieren que esta fe muchas veces no es apropiada. Sin lugar a dudas, las fuerzas de EUA han servido admirablemente y han sido bien acogidas como parte de numerosas misiones humanitarias y de mantenimiento de paz. Sin embargo, las intervenciones militares en apoyo de esfuerzos de desarrollo nacional con regularidad produjeron guerrilleros locales que consideraban que los estadounidenses no estaban haciendo más que invadir sus espacios sociales y políticos.

Ninguna intervención durante la Guerra Fría demostró mejor este punto que el fracasado esfuerzo de desarrollo nacional en Vietnam del Sur. El gobierno de Lyndon Johnson jamás resolvió el enigma de simultáneamente luchar una guerra y desarrollar una nación no comunista. Si bien el presidente Johnson habló en abril de 1965 de construir escuelas, plants eléctricas y programas agrícolas, los forasteros estadounidenses jamás pudieron convencer a la mayoría de la población de Vietnam del Sur que su futuro sería mejor con el Gobierno en Saigón24. Al final de cuentas, si consideramos que el fracaso en Vietnam tuvo un impacto negativo sobre la actitud de los estadounidenses con respecto a la guerra, no fue por mucho tiempo. En la década después de la caída de Saigón, se presenció un suficiente nivel de combate para que un recientemente retirado General del Ejército de EUA llamara este período una «era de paz violenta»25. Los críticos pos Vietnam podrían dudar del excepcionalismo estadounidense, pero el excepcionalismo de la guerra quedó intacto.

Aun si los estadounidenses se mostraron cautelosos con las intervenciones en el extranjero después de Vietnam, apenas denunciaron las frecuentes operaciones militares que desplegaron a las fuerzas armadas de EUA en todas partes del mundo en la era después de la Guerra Fría. De nuevo, la fe en el poder estadounidense reforzó los despliegues en el extranjero. Como observa Roland Paris de este período, «las misiones de fortalecimiento de la paz en los años 90 fueron guiadas por un teoría de gestión de conflicto generalmente no declarada pero ampliamente aceptada: la idea que promover la “liberalización” en los países que recientemente habían experimentado una guerra civil ayudaría a establecer las condiciones para lograr una paz estable y duradera»26. Sin embargo, da la impresión que desde África hasta el Medio Oriente, y llegando a Europa Oriental, la paz duradera nunca prosperó. ¿Era posible que la influencia y el liderazgo estadounidenses solo podían lograr un nivel limitado de éxito, aun en una era cuando los aliados europeos estaban denominando a Estados Unidos como una «hiperpotencia»?

Divisiones legítimas

Tales preguntas quedaron, en gran medida, sin respuesta ya que los intervencionistas estadounidenses pusieron su fe en otra aplicación de la estrategia militar: la contrainsurgencia. En el nuevo manual de campaña sobre la contrainsurgencia, escrito en 2006 cuando se intentaba resolver la guerra en Irak, se concedió que las insurgencias eran cuestiones prolongadas; por lo tanto, los soldados y sus comandantes tenían que ajustar sus expectativas. Sin embargo, la doctrina promovió metas ambiciosas: las fuerzas militares debían ganar nuevamente el «apoyo activo y constante» de la población; las fuerzas de seguridad del lugar ayudarían con el control de la población y su separación de los insurgentes; y las operaciones de despeje, mantenimiento y control convencerían a la población a apoyar el Gobierno de la nación anfitriona. Los autores de la doctrina esperaban que los comandantes pudieran traducir las lecciones del manual y ponerlas en práctica y, con una ejecución bien considerada de sus planes, «adaptarse y ganar»27.

Esta nueva doctrina fomentó expectativas poco realistas fuera de las fuerzas armadas sobre las posibilidades de la contrainsurgencia. En las ciudades de Irak y las provincias de Afganistán, el planteamiento supuestamente progresivo y humanista retenía un filo violento que tendía a socavar las metas de estabilidad social y política a largo plazo. Según una encuesta, un gran aumento en bombardeos para apoyar las operaciones militares como parte de «la oleada» de tropas resultó en las muertes de «casi cuatro veces más iraquíes en 2007 que en 2006» debido a los ataques aéreos estadounidenses28. Tres años después, los estadounidenses en Marjah, Afganistán, hablaban en términos violentos de despejar, mantener y controlar. Después de derrotar a un Talibán resurgente —«“Cortar la hierba”, los soldados e infantes de marina así lo denominaron»—los comandantes estadounidenses desplegaron fuerzas gubernamentales y policíacas en el área despejada. «Tenemos un Gobierno prefabricado, listo para desplegarse», afirmó el general Stanley McChrystal, el comandante estadounidense de mayor jerarquía en ese entonces29.

Mirando hacia atrás, las fallas lógicas llegan a ser claras; por ejemplo, ¿Cómo podrían los contrainsurgentes proporcionar la seguridad eficaz centrada en la población que llevaría a una reforma política duradera si la población y los líderes gubernamentales con mucha frecuencia consideraban a los soldados de EUA como «anticuerpos» que estaban invadiendo su cuerpo político?

Las impracticabilidades tácticas de la contrainsurgencia eran insignificantes en comparación con la fe más grande de que las fuerzas estadounidenses en el extranjero podían cambiar la misma cultura de los habitantes del lugar y las fuerzas armadas que ayudaban. Paula Broadwell, la biógrafa de David Petraeus, citó el desafío del general a un joven oficial estadounidense para ayudar a «cambiar la cultura de las fuerzas militares afganas»30. Aunque las declaraciones públicas acerca de los progresos recibieron una recepción positiva en Estados Unidos, se podría decir que carecen de pruebas creíbles en el teatro de operaciones. Después de la salida de Petraeus, un coronel del Ejército de EUA escribió un epitafio mordaz sobre las ambiciones de los contrainsurgentes: «Al final, la estrategia estadounidense fracasó en Afganistán (e Irak) porque se basó en una ilusión—que la contrainsurgencia de estilo estadounidense podía ganar corazones y mentes musulmanes a punta de pistola y crear Estados naciones basadas en el modelo Occidental prácticamente desde cero en poco tiempo»31.

Sin embargo, el mediocre historial de intervenciones en Irak y Afganistán hizo poco para disuadir a los discípulos de la guerra de apoyar el despliegue de tropas terrestres en Siria, Libia e incluso Ucrania. Por ejemplo, Michael O’Hanlon imaginó un «paquete de fuerza» de 25.000 tropas estadounidenses en Siria como parte de una fuerza de mantenimiento de la paz internacional más grande. «No sería una misión fácil», reconoció O´Hanlon, «y Siria no está preparada para este tipo de acuerdo de paz o fuerza de mantenimiento de la paz en estos momentos». Aun así, el despliegue de soldados de EUA sería «prometedor»32. De manera similar, Samantha Power, embajadora de EUA ante las Naciones Unidas advirtió de «un tipo de fatiga de intervención, enfatizando que, hoy en día, se necesita el liderazgo de EUA más que nunca en medio de amenazas globales desde Ebola hasta el Estado Islámico»33.

Si Power recomendó tener «cuidado en sacar demasiadas lecciones» de las intervenciones de EUA en el extranjero, ¿Cuáles lecciones deben sacar los estadounidenses de décadas de guerra que, en el mejor de los casos, han alcanzado desigualmente los objetivos de política exterior? En primer lugar, debemos cuestionar el concepto de que los ideales democráticos y el capitalismo liberal son ideologías universales. Durante la Guerra Fría, como señala David Engerman, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética «creyeron que sus concepciones de sociedad eran relevante para todas las naciones y personas»34. En vez de introducir una era de paz después de la Segunda Guerra Mundial, esta competencia ideológica solo fomentó la violencia global desencadenada por la caída del colonialismo. Para los estadounidenses, en particular, una consideración más larga de la historia pudiera haber indicado que cualquier transición a la democracia sería un proceso inherentemente violento. Por lo tanto, tal vez es conveniente cuestionar nuestra fe mesiánica que todos los pueblos consideran el sistema político de EUA como el estado final de la historia.

Cuban missiles

En segundo lugar, los estadounidenses deben darse cuenta de que la política exterior yace en el consentimiento interno y que el desacuerdo con el aventurismo militar en el extranjero no es una acción antipatriótica. Parecida a muchas religiones fundamentalistas, nuestra convicción en la utilidad de la fuerza en el extranjero deja poco espacio para voces divergentes. En cualquier discusión sobre nuestras fuerzas armadas, lo que emana del cuerpo político es, en las palabras de Cecilia E. O’Leary, un «patriotismo culturalmente conformista y militarista». En el proceso, no hacer la guerra se convierte en una acción de debilidad en lugar de una acción de control. La falta acción se considera una falta de determinación. El asesor de Seguridad Nacional, McGeorge Bundy, habló por muchos estadounidenses en 1965 cuando alegó que el «prestigio internacional de Estados Unidos, y una gran parte de nuestra influencia, están directamente en peligro en Vietnam»36. Pero, ¿en realidad estaban en peligro? ¿Estaba la prominencia de una de las superpotencias del mundo verdaderamente en juego si el pueblo vietnamita optaba por el comunismo en lugar de la democracia en una guerra civil sobre la identidad nacional en la era poscolonial?

La presunción crucial que la inacción axiomáticamente lleva a la pérdida de prestigio debe ser examinada más enérgicamente tanto por los formuladores de política como los ciudadanos que los eligen para servir en el Gobierno. Jeremi Suri ha llamado a los estadounidenses como un «pueblo que desarrollan naciones», pero este pueblo apenas cuestiona la eficacia del proceso de desarrollo nacional o si las personas que reciben el apoyo de EUA en realidad desean ser formadas en la imagen estadounidense. Suri correctamente sostiene que «el desarrollo nacional siempre necesita socios» y que las relaciones son más importantes que el poder bruto37. No obstante, las experiencias recientes indican que tales relaciones a menudo son coercitivas y los líderes de la nación anfitriona siempre juegan el rol de compañeros menores. Si bien es posible que los líderes tales como el presidente survietnamita Ngo Dinh Diem (1955-63) y el primer ministro iraquí Nūrī al-Mālikī (2006–14) pudieron haber ejercido mucha influencia sobre sus benefactores estadounidenses, la naturaleza desigual de aliarse con Estados Unidos frecuentemente produce amargura y resentimiento en lugar de confianza en los métodos democráticos.

Estas consecuencias imprevistas lleva a un punto final: el uso de la fuerza militar en realidad pueden ir en contra de los objetivos políticos deseados. Los errores de cálculo apenas son nuevos. Sin duda alguna, los ataques de Pearl Harbor y el 11-S produjeron efectos secundarios imprevistos para los perpetradores. Sin embargo, lo mismo podría decirse de las intervenciones de EUA en los últimos 15 años. Los estadounidenses descartaron sin ningún problema las denuncias de Osama bin Laden en contra de la presencia militar de EUA en las tierras santas islámicas en el Medio Oriente. Es poco probable que el Gobierno de Bush anticipara el desarrollo de una insurgencia a gran escala en respuesta a la invasión de Irak en 2003. Por lo tanto, los estadounidenses deben pensar más afondo en las repercusiones de ejercer su poder tan fácilmente en todas partes del mundo. Como Alex Braithwaite persuasivamente alega, «el despliegue de tropas en el extranjero aumenta la probabilidad de ataques terroristas transnacionales contra los intereses globales del Estado que lo hace»38. La guerra no ocurre sin consecuencias.

Autoevaluación

Tal vez, nuestra fe incondicional en la fuerza militar está fuera de lugar. A pesar de la derrota en Vietnam, que llevó a una reducción temporánea en el entusiasmo sobre la guerra, muchos estadounidenses (por no decir la mayoría) aún piensan que la guerra puede producir resultados. Aunque no obtengamos placer en hacer guerra —los desafíos de reclutamiento militar implican una falta de entusiasmo a favor de la guerra— aún confiamos en la misma. Pero, ¿en cuáles pruebas se basa esta fe? Una apreciación más crítica podría resultar en preguntas más profundas sobre la utilidad de la fuerza en la era moderna. Como Andrew Bacevich ha preguntado, «¿Cómo es posible que nuestra superioridad militar, tan pregonada después de la Guerra Fría, no produjo más seguridad, sino conflictos indefinidos»39? Si la guerra solo promueve más guerra, ¿por qué continuamos recurriendo a la misma?

En gran parte, la aplicación de la fuerza a nivel global por Estados Unidos se ha convertido en un nuevo destino manifiesto: nuestros esfuerzos en todas partes del mundo legitiman la creencia de que nuestro llamado es de un ser superior. Nuestra fe apoya no solo las metas del liberalismo democrático dirigido por EUA, sino también los medios para lograr estos fines. Pero el «destino manifiesto», una frase acuñada por primera vez en los años 1840, siempre ha sido un mito, y continúa siendo una fachada convenientemente persuasiva para la expansión del imperio estadounidense. En el proceso, nuestra fe en la guerra va en gran parte indiscutida.

Ninguna parte de esto es para sostener, como hizo Martin van Creveld al final de la Guerra Fría, que «el poder militar actual simplemente es irrelevante como instrumento para extender o defender los intereses políticos en gran parte del mundo»40. Más bien, el punto es que los estadounidenses necesitan examinar su fe en el poder militar con detalle. El internacionalismo e intervencionismo deben ser equilibrados con humildad y una aceptación de límites. La seguridad colectiva debe ser colectiva; no debe construirse las coaliciones solo para ser una fachada. Y los estadounidenses deben aceptar que no todos los problemas de política exterior tienen una solución militar.

Reflexionar sobre la fe y desafiarla en la utilidad de la fuerza militar no es antipatriótico, y cuestionar la eficacia de la guerra no debe ser un asunto polémico evitado por los políticos en el Gobierno estadounidense. La guerra es impredecible, caótica y a menudo desestabilizadora, aun cuando los forasteros intentan importar la libertad y la democracia a una sociedad. Es verdad que la guerra nos ayuda «a entender el mundo, un cuadro negro y blanco de ellos y nosotros», como alega Chris Hedges. Pero, Hedges también tiene razón con su sugerencia de que la guerra frecuentemente «suspende el pensamiento, especialmente el pensamiento autocrítico»41. En una era de conflicto persistente, parece que ha llegado el momento de pensar más críticamente sobre nuestra fe en el poder de fuerza militar.

La guerra se ha convertido en una religión secular para los estadounidenses. Sin embargo, ninguna religión promueve lo mejor de la humanidad si sus seguidores observan el mundo de manera estrecha, solamente a través de la lente de su propia fe. Si Anderson y Cayton tienen razón en proponer que «los estadounidenses han luchado menos para preservar la libertad que para extender el poder de Estados Unidos en nombre de la libertad», entonces, ha llegado el momento para que todos nosotros cuestionemos no solo nuestra fe en la guerra, sino por qué recurrimos a la guerra con tanta frecuencia42.

Notas

  1. Manfred Gerstenfeld, «Islamic Fundamentalism, the Permanent Threat,» Jerusalem Post, 20 de julio de 2014 y Graeme Wood, «What ISIS Really Wants», Atlantic, marzo de 2015. Cabe destacar que el presidente Barack Obama ha intentado desvincular el «extremismo» del «fundamentalismo religioso». Véase Kathleen Hennessey y Christi Parson, «At Summit on Extremism, Obama Defends His Semantic Choices regarding Islam», Los Angeles Times, 19 de febrero de 2015.
  2. Bernard Lewis, The Crisis of Islam: Holy War and Unholy Terror (Nueva York: Modern Library, 2003), p. 138.
  3. Beveridge citado en John Lamberton Harper, The Cold War (Nueva York: Oxford University Press, 2011), p. 25.
  4. Chris Kyle, American Sniper: The Autobiography of the Most Lethal Sniper in U.S. Military History, con Scott McEwen y Jim DeFelice (Nueva York: William Morrow, 2013), p. 86 y Nicholas Schmidle, «In The Crosshairs», New Yorker, 3 de junio de 2013.
  5. John McCain y Lindsey Graham, «How to Defeat ISIS Now—Not ‘Ultimately’», Wall Street Journal, 7 de diciembre de 2015.
  6. Andrew J. Bacevich, The New American Militarism: How Americans Are Seduced by War (Nueva York: Oxford University Press, 2013), p. 234.
  7. Woodrow Wilson, «War Message» (discurso ante el 65º Congreso de EUA, Washington, DC, 2 de abril de 1917), http://wwi.lib.byu.edu/index.php/Wilson’s_War_Message_to_Congress.
  8. Wilson citado en Susan A. Brewer, Why America Fights: Patriotism and War Propaganda from the Philippines to Iraq (Oxford: Oxford University Press, 2009), p. 79.
  9. Stephen E. Ambrose, Band of Brothers: E Company, 506th Regiment, 101st Airborne from Normandy to Hitler’s Eagle’s Nest (Nueva York: Simon and Schuster, 1992), p. 224.
  10. Patrick Porter, Military Orientalism: Eastern War through Western Eyes (Nueva York: Oxford University Press, 2013), p. 40. Sobre el tema de cuestionar la tesis de la «modo de guerra», véase Antulio J. Echevarria II, Reconsidering the American Way of War: US Military Practice from the Revolution to Afghanistan (Washington, DC: Georgetown University Press, 2014).
  11. George W. Bush, «State of the Union Address» (discurso, Capitolio de EUA, Washington, DC, 29 de enero de 2002), http://georgewbush-whitehouse.archives.gov/news/releases/2002/01/20020129-11.html.
  12. George W. Bush, Public Papers of the Presidents of the United States George W. Bush, 2002, libro 2 (Washington, DC: Office of the Federal Register, March 2006), p. 1517.
  13. «Remarks by Secretary [Ashton] Carter at Fort Wainwright, Alaska», Departamento de Defensa de EUA, 31 de octubre de 2015, >http://www.defense.gov/News/News-Transcripts/Transcript-View/Article/626820/remarks-by-secretary-carter-at-a-troop-event-at-fort-wainwright-alaska.
  14. Chris Hedges, War Is a Force That Gives Us Meaning (Nueva York: Public Affairs, 2002), p. 4.
  15. Max Boot, «The Case for American Empire», Weekly Standard, 15 de octubre de 2001.
  16. Douglas Porch, Counterinsurgency: Exposing the Myths of the New Way of War (Nueva York: Cambridge University Press, 2013), p. 29.
  17. Thomas Donnelly, «An Existential Threat», Weekly Standard, 19 de noviembre de 2015.
  18. H. W. Brands, The Devil We Knew: Americans and the Cold War (Nueva York: Oxford University Press, 1993), p. 31.
  19. Tami Davis Biddle, «Shield and Sword: U.S. Strategic Forces and Doctrine since 1945», en The Long War: A New History of U.S. National Security Policy since World War II, editor Andrew J. Bacevich (Nueva York: Columbia University Press, 2007), p. 140 y Jeremy Black, War and the World: Military Power and the Fate of Continents, 1450–2000 (New Haven, Connecticut: Yale University Press, 1998), p. 285.
  20. Ya en 1959, William Appleman Williams había establecido que la búsqueda de mercados en el extranjero había impulsado las intervenciones estadounidenses en todas partes del mundo mucho antes de la Guerra Fría en The Tragedy of American Diplomacy (Nueva York: W. W. Norton & Company, 1959, 1972), p. 10.
  21. Rostow citado en Michael E. Latham, Modernization as Ideology: American Social Science and “Nation Building” in the Kennedy Era (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2000), págs. 16 y 45.
  22. James Dobbins y col., After the War: Nation-Building from FDR to George W. Bush (Santa Monica, California: RAND, 2008), págs. 135–36.
  23. Fred Anderson y Andrew Cayton, The Dominion of War: Empire and Liberty in North America, 1500–2000 (Nueva York: Viking, 2005), p. 424.
  24. Lyndon B. Johnson, «Peace without Conquest» (discurso, Universidad de Johns Hopkins, Baltimore, Maryland, 7 de abril de 1965), http://www.lbjlib.utexas.edu/johnson/archives.hom/speeches.hom/650407.asp.
  25. Daniel P. Bolger, Americans at War, 1975–1986: An Era of Violent Peace (Novato, California: Presidio, 1988).
  26. Roland Paris, At War’s End: Building Peace after Civil Conflict (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), p. 5.
  27. Headquarters, US Department of the Army (HQDA), Counterinsurgency, Field Manual (FM) 3-24 (Washington, DC: HQDA, 2006), págs. 2-1, 5-20 y A-1. Cabe destacar que en la página 1-11 del HQDA, Stability Operations, FM 3-07 (Washington, DC: HQDA, 2008), se enfatizaron las metas de estrategia de seguridad nacional de EUA, incluyendo la promoción de «democracias eficaces».
  28. Michael A. Cohen, «The Myth of a Kinder, Gentler, War», World Policy Journal 27, nro. 1 (primavera de 2010): 83, doi:10.1162/wopj.2010.27.1.75. Es importante señalar que la nueva doctrina de contrainsurgencia no eliminó la necesidad de operaciones de combate y advirtió del rol que juega la violencia en los esfuerzos para establecer un ambiente seguro en el que pueden lograrse progresos políticos.
  29. Dexter Filkins, «Afghan Offensive Is New War Model», New York Times, 12 de febrero de 2010.
  30. Paula Broadwell y Vernon Loeb, All In: The Education of General David Petraeus (Nueva York: Penguin, 2012), p. 195. Sin duda alguna, podría sostenerse que cambiar la cultura de una organización militar y de la población en el lugar son dos cuestiones distintas, así como los progresos hechos por los estadounidenses en alterar la cultura de las fuerzas armadas afganas para que sean menos corruptas y brutales, mientras conseguían relativamente pocos avances en los cambios de las actitudes civiles. Sobre este tema, véase Rochelle Davis, «Culture as a Weapon», Middle East Report 40, nro. 255 (verano de 2010): págs. 8-13:
  31. Gian P. Gentile, Wrong Turn: America’s Deadly Embrace of Counterinsurgency (Nueva York: New Press, 2013), p. 135.
  32. Michael O’Hanlon, «What 100,000 U.S. Boots on the Ground Get You in Syria», Reuters, 19 de noviembre de 2015.
  33. Molly O’Toole, «UN Ambassador Warns against Intervention Fatigue», Defense One, 19 de noviembre de 2014.
  34. David C. Engerman, «Ideology and the Origins of the Cold War, 1917–1962», en The Cambridge History of the Cold War, Volume I: Origins, editores Melvyn P. Leffler y Odd Arne Westad (Nueva York: Cambridge University Press, 2010), p. 23.
  35. Cecilia E. O’Leary, To Die For: The Paradox of American Patriotism (Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press, 1999), p. 7.
  36. Citado en Andrew Preston, The War Council: McGeorge Bundy, the NSC, and Vietnam (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2006), p. 177.
  37. Jeremi Suri, Liberty’s Surest Guardian: Rebuilding Nations after War from the Founders to Obama (Nueva York: Free Press, 2011), págs. 8 y 271.
  38. Alex Braithwaite, «Transnational Terrorism as an Unintended Consequence of a Military Footprint», Security Studies 24, nro. 2 (junio de 2015): doi:10.1080/09636412.2015.1038192.
  39. Andrew J. Bacevich, The Limits of Power: The End of American Exceptionalism (Nueva York: Metropolitan Books, 2008), p. 156.
  40. Martin van Creveld, The Transformation of War (Nueva York: Free Press, 1991), p. 27.
  41. Hedges, War Is a Force, p. 10.
  42. Anderson y Cayton, Dominion of War, p. 421.
  43. El Dr. Gregory A. Daddis es profesor adjunto de historia, director del programa de maestría sobre la Guerra y Sociedad de la Universidad Chapman y autor de dos libros sobre la guerra estadounidense en Vietnam.

 

El Dr. Gregory A. Daddis, profesor asociado de Historia y director del programa de maestría en Guerra y Paz de la Universidad de Chapman, ha escrito dos libros sobre la participación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam.

Cuarto Trimestre 2017